Catequistas. Artistas de Dios
05.11.2014 09:36Es una misión noble
El catequista continúa la obra de Jesús y de los apóstoles: se coloca en línea con los obispos, los sacerdotes y los misioneros; ayuda a la familia que no siempre puede o sabe educar sola a los hijos; ayuda a la patria para formar buenos ciudadanos. Ayuda, sobre todo, a la religión. Ciertamente que el centro de la religión está en la Santa Misa, los sacramentos, las funciones sagradas. ¡Que huellas tan hondas dejan en el alma una primera comunión, el rito del matrimonio, una confesión bien hecha!.
¿Pero que es lo que se recoge en una Primera Comunión, en el rito del matrimonio bien celebrado?. Lo que el catequista ha sembrado antes. ¿Quién va a Misa, a los actos del culto y saca de ellos fruto práctico?. El que ha sido preparado por un catequista serio y bien preparado.
¿Quién se confiesa con acusación sincera de dolor y propósito firme de enmienda?. El que ha tenido un excelente catequista que lo ha instruido acerca de la confesión con ideas, convicciones y buenos hábitos.
San Pío X dijo: "El apostolado del catequista, es el más grande de los apostolados hoy día".
Es una misión difícil
Las dificultades vienen ya de parte de los alumnos, ya de parte del mismo catequista. Los niños son con frecuencia muy inconstantes, inquietos, distraídos por mil cosas. Los familiares ayudan poco a la obra del catequista, y a veces la obstaculizan o la destruyen.
Las dificultades de parte del catequista son: que se siente a veces impreparado, que tiene poco tiempo, que debe someterse a la fatiga de la preparación, que tiene que fatigarse para mantener la disciplina debida, etc. y además el catequista se halla desilusionado por el desaliento, tanto más difícil cuanto ha sido mayor el entusiasmo al empezar. No se ve el fruto inmediato, se encuentran dificultades, se prueban desilusiones, amarguras y a veces se desea dejarlo todo.
Es una misión que lleva fruto
Las dificultades se superan. Quien tiene entusiasmo insiste, repite y sobre todo procura prepararse debidamente para hacer atrayente la lección, llega a llamar la atención de los niños.
El fruto no puede faltar, y segura es la recompensa del Señor que ha dicho: "Todo cuanto hayáis hecho a uno de estos pequeños, lo habéis hecho a Mí", y estas otras "Los que hayan enseñado la justicia a muchos, brillarán como astros en la eternidad"
Pero además hay también fruto y resultado en la tierra. El agricultor recoge la cosecha, pero sólo después de haber arrojado la semilla. El catequista es un sembrador y a veces el efecto de su enseñanza se verá solamente más tarde, en una desgracia, en peligro de muerte, otras veces el fruto es visible en los jóvenes que prepara, que llegan a ser mejores y que son agradecidos al que los instruyó.
Las dotes del catequista
Depende Sobre todo del catequista que su misión tenga éxito o no. San Felipe Neri y San Juan Bosco, catequizaban a los muchachos en cualquier rincón de la sacristía, hasta en la calle, sin lujo de ambiente, sin medios y sin embargo los encantaban como si fueran magos y los transformaban. Tenían lo que es más importante: las bellas dotes, que se pueden dividir así:
Dotes religiosas, que hacen al cristiano.
Dotes morales, que hacen al hombre
Dotes profesionales o de oficio, que hacen al maestro
Dotes externas, que no hacen nada nuevo y no son indispensables pero que dan pleno resultado y relieve a las dotes precedentes y permiten al catequista brillar delante de sus chicos, con luz completa del cristiano, del hombre o del maestro.
Dotes religiosas
Buena conducta.
Es una dote capital. Los niños leen más en el catequista que en el catecismo, se impregnan más de la conducta que de las palabras, se les graba más con los ojos que con los oídos. Son como la esponja: absorben sobre todo lo que ven, y ven mucho
Tienen una antena finísima para captar todo lo que el catequista es interiormente. Si el catequista es bueno, su voz externa podrá decir lo que quiera, pero otras cien voces claman para desmentir lo que pronuncian sus labios.
No se logra insinuar a los niños la dulzura, el perdón, cuando negros pensamientos de rencor o de venganza dan arrugas a nuestro rostro.
No se lleva la pureza con las palabras hermosas, cuando feos hábitos o pensamientos pecaminosos obscurecen nuestra alma.
El catequista no puede dar lo que no tiene, y así no enseña sino lo que posee y no sabe sino lo que es.
Piedad
Dios produce en el alma la vida sobrenatural o sea la gracia y la virtud. El catequista es por tanto únicamente un instrumento del cual Dios se sirve. Si permanece unido a Dios, viviendo en estado de gracia, hará bien a sus discípulos; separado de Dios por el pecado mortal, su trabajo será estéril para la vida eterna.
Es como la lámpara eléctrica: unida a la corriente, da luz y claridad; separada de ella, todo lo deja a oscuras.
Así han existido muchos catequistas que careciendo de dotes externas, con poco ingenio y cultura, sin embargo han obtenido frutos maravillosos. Tenían una piedad profunda con la que conquistaban a los niños, más que con toda la elocuencia del mundo.
Catequistas que no solo enseñaban a conocer a Dios, sino que lo mostraban y hacían sentir, como el Santo Cura de Ars del que se decía: ¡Vayamos a ver a una copia de Dios!
No se concibe un catequista sin verdadera piedad. ¿Cómo podrá hacer amar al Señor, si él, primero, no lo ama? ¿Cómo enseñará a orar, a frecuentar los sacramentos, si no tiene gusto por la oración, afición por las funciones religiosas, si no hace bien la genuflexión, la señal de la cruz, etc.?.
La piedad no es como una máscara que se pone y se quita; es un perfume que se desprende de un alma deseosa de agradar a Dios y que los niños ven y reconocen con una facilidad extraordinaria. Si los niños se sienten amados, abren la puerta del corazón, confían, escuchan, se dejan educar.
Convicción profunda
El catequista debe ser un entusiasta, un convencido. Convencido de que su misión es una cosa grande, que las cosas que enseña son verdaderas, que los niños aunque con fatiga a veces y constancia, serán elevados al orden sobrenatural y mejorados. Esta convicción dará ánimo y alas a su apostolado; con ella, llegará a ser un artista de su catecismo; sin ella, quedará como estancado e incapaz de edificar y de arrastrar tras de sí
Dos alpinistas escalan una roda: el primero porque está de moda, el segundo por pasión y afición.
Observar el regreso: ¿Qué has visto?, se pregunta al primero "Pues nada especial; cuatro cuerdas, cuatro árboles, torrentes, prados, un rinconcito de cielo y nada más" y bosteza.
Se pregunta al segundo: ¿qué has visto? ¡No lo podría haber soñado jamás! ¡Rocas y más rocas, prados y torrentes, azul del cielo, sol, cosas y espectáculos maravillosos!
Y mientras habla parece que tales maravillas le sonríen todavía en el espíritu y en el fondo del alma.
Los dos han visto lo mismo, pero qué diferentes las impresiones. El primero, no entusiasmará a nadie a intentar una subida a la montaña; el segundo, al contrario, con su entusiasmo encenderá la pasión por la montaña y el alpinismo y guiará a otros a nuevas ascensiones.
Así el catequista: no basta que enseñe, sino que enseñando entusiasme a los otros, los apasione y los arrastre.
Dotes morales
Amar a los niños. Lacordaire escribió: "Dios quiso que ningún bien se hiciera a los hombres sino amándolos" y es verdad.
Si los niños no se sienten amados desconfían, obran por fuerza y sin convicción.
El catequista mismo, si no ama de veras a los niños, no hallará jamás la fuerza para superar el tedio, la ingratitud inherente a su oficio, y tanto menos será capaz de tener confianza en sí mismo y en ellos, de compadecerlos y de tener paciencia.
Paciencia. "Con los niños, dice San Francisco de Sales, hay que tener un vasito de sabiduría, un barril de prudencia y un mar de paciencia"
Todos lo saben y tan verdadero es que cuando un maestro no domina a los chicos, el pueblo dice sin equivocarse: "No acierta porque no tiene paciencia" Y cuando al contrario, el maestro es capaz y lleva felizmente la escuela, el pueblo también dice enseguida: "Cuánta paciencia".
Sentido de la justicia.
El niño no soporta la parcialidad y la injusticia y cuando la ve o cree verla, sufre, se aleja y se encierra en sí mismo.
En esta materia las cosas que para nosotros son como de juego o broma, para los niños adquieren una importancia extraordinaria. Es necesario tratar de evitarlas, buscando tratar a todos de la misma manera, guardándose de las simpatías hacia los más ricos, más listos, mejor vestidos, etc. si puede haber alguna preferencia, debe ser para los más pobres, más rudos, más deficientes.
Respeto de la verdad
Los niños son muy sensibles a la verdad, tienen una gran confianza en el catequista. Por lo tanto, jamás debe permitirse por chanza, el decir cosas no ciertas o hablar con reticencias o con doble sentido.
Procurará tener en esto gran cuidado para no perder delante de los niños el prestigio de ser hombre de palabra.
Por ejemplo: no cambiar en sus detalles las cosas que se cuentan. El niño tiene memoria especial y muy fiel para los detalles, desconfía cuando una segunda vez halla la historia diferente de la primera. En su alma se levanta la duda, que después pasa con gran facilidad de los detalles insignificantes a la sustancia misma y a la verdad de las cosas que enseña.
Dotes profesionales
Saber.
Para enseñar es necesario saber lo que se enseña; para enseñar una cosa hay que saber diez; para enseñar bien, hay que saber mucho y muy bien.
Es pues como una escala: el que sabe muy bien, enseña bien; el que sabe bien, enseña apenas pasablemente; quien sabe apenas pasablemente, enseña mal.
En la escuela elemental una maestra enseña no muchas materias y cosas más fáciles que las verdades del catecismo. Y sin embargo, se le exige que estudie varios años y que supere difíciles exámenes.
Se dice: ¡Pues, en fin, se trata de enseñar a niños! Con más razón es necesario saber y tener ideas claras y precisas. Hablar con lenguaje fácil y sencillo, es difícil
He aquí lo que sucede cuando el catequista sabe poco: en las inteligencias de los niños entran errores, dudas y confusiones; el catequista habla y adelanta la materia sin seguridad, sin brío y sin confianza en sí y los alumnos se dan cuenta de su poca ciencia y ¡adiós al prestigio del maestro!
Saber enseñar
No es lo mismo que saber simplemente. Una cosa es tener las ideas en su propia cabeza y otra hacerlas pasas a la de los alumnos.
Podemos ser pozos de ciencia, pero no sabemos comunicarlas a otros. Hay oradores elocuentísimos y muy capacitados para hablar a los mayores, pero no logran tener atentos a pequeños auditores.
Y hay maestros capaces de enseñar bien a los niños historia y geografía, pero incapaces de enseñar el catecismo, que es una materia con dificultades propias.
Un catequista, por tanto, no sólo debe saber o tener paciencia, sino debe tener la habilidad de comunicarla a los pequeños, con la didáctica propia, con la didáctica catequística
Para llegar a poseer esta habilidad, son utilísimos: el sentido de adaptación, es decir, saber proporcionar lo que se dice a quien lo recibe. Se habla de manera distinta a los niños de edad diversa, si tienen la misma edad de una manera a los menos inteligentes y de otra a los más listos. Se procura siempre el decir cosas fáciles y decir de manera fácil las cosas difíciles. Se deben siempre presentar las cosas bajo un aspecto simpático que agrade a los niños y les haga amar lo enseñado.
La claridad:
Ideas, pocas pero coloreadas e incisivas; mejor poco y bien, que mucho y confuso; palabras fáciles que los niños ya conozcan y entiendan, concretas y si es posible acompañadas de imágenes. No se dirá: "La sabiduría divina", sino "Dios que es tan sabio". No se dirá: "Pedrito se avergonzó", sino: "Pedrito se puso rojo por la vergüenza". O mejor aún: "Pedrito, por la vergüenza, se puso encarnado como un gallito"
El saber contar
Es uno de los mejores recursos para lograr la atención de los niños, que están deseosos de que se les cuente y escuchan con avidez la historia narrada con gracia
Dotes externas
El niño es un caricaturista terrible: un mínimo de ridículo que haya en el catequista lo descubre enseguida. Más, de la misma manera, lo que sale de lo común, que es ingenio verdadero, armonía o gracia, conquista y encanta al alumno.
Basta poco para que se burlen del catequista y también basta poco para suscitar en ellos el entusiasmo.
Por esto es preciso que el catequista vigile y controle sus actos y ademanes exteriores.
Esté atento a la expresión del rostro. Los niños lo observan, leen en él los pensamientos que el catequista tiene para con ellos.
No muestre por tanto, miradas crueles, ni tristeza exagerada. El niño lo toma por maldad. Si tenemos cruces y desdichas no las hagamos ver a los niños; y si por fuera llueve o truena, el aspecto de nuestro rostro sea igualmente sereno, tranquilo, de modo que los niños digan: el catequista está contento de estar con nosotros, es bueno, nos quiere.
Vigile las miradas. A los niños les habla más el ojo que la boca del catequista; en los ojos se ve como el matiz de la palabra. Por otra parte, con los ojos es como el catequista los domina y hace sentir que los quiere dominar. Un ojo vigilante, penetrante, agudo, impresiona y domina a los niños.
Vigilar el gesto. El gesto natural sobrio, hace más atrayente la palabra, sobre todo con los pequeños, que están habituados a suplir los vocablos que les faltan con la mímica viva, poniendo en movimiento los ojos, las manos, la persona, el tono de la voz, la cabeza, pero un gesto mecánico y desmañado lo hace ridículo y distrae la atención.
Merece un cuidado especial la voz. Lo menos que se puede pedir es que se articulen bien las palabras, sin precipitación, sin comerse las sílabas, sin trabarse. No gritar ensordeciendo, ni tampoco hablar demasiado bajo, entre los dientes, de modo que los niños no entiendan o les dé trabajo para entender.
Al comenzar se habla más bien un poco bajo, para atraer la atención, se sigue haciendo altos y bajos, suave y fuerte, retardando en algunos momentos y acelerando en otros.
Quien tenga un bello timbre de voz, aprovéchelo. Un bello timbre de voz que revele entusiasmo, la piedad, podrá hacer muy interesante aún las cosas más comunes.
Que se vigile especialmente, si tiene la costumbre de intercalar frecuentemente algunos adverbios, porque si no, los niños se encargan de vigilar y al final de la clase habrán contado 50 ó 60 "pues" u otras palabras semejantes.
El comportamiento o presentación externa. Tiene también su importancia. La elegancia exagerada, los perfumes, los polvos, el colorete de la catequista o el aire truculento del catequista, hacen reír a los niños, y la negligencia, el desaliño les impresiona malamente.
Ir a la clase de catecismo es ir a hacer una cosa grande; el vestido sea conveniente, el cabello arreglado, no falte la limpieza y el decoro. Lo merecen tanto el catecismo como los alumnos.
Y finalmente si el catequista posee alguna habilidad que pueda impresionar favorablemente al niño, no la esconda sino úsela a favor de la enseñanza.